Empezamos las fiestas navideñas. Es un buen momento para reflexionar sobre su origen religioso, cuya esencia sobrepasa al cristianismo. Ha sido la fiesta del solsticio de invierno, del nacimiento de la luz, del sol. Ha sido la fiesta de la esperanza de un mundo mejor, de la edad de oro. Hemos celebrado el nacimiento mesiánico, la grandeza de la inocencia infantil, la maternidad milagrosa. Nos hemos deseado los mejores deseos, que son, en esencia, un mundo y una vida llenos de valores.
Ahora esta celebración original está en crisis por renovación. Una alternativa es la fiesta del consumo obsceno que castiga el hígado, el estómago, el bolsillo. Otra alternativa es la fiesta invernal per se, sin mayor sentido. Pocos valores positivos contienen. Mientras triunfan estas versiones, duermen a la intemperie bastantes personas cuya pobreza no les da para enterarse de la fiesta. Tenemos millones de parados a los que cuesta llegar a fin de mes y hasta empezarlo. Tenemos parejas que se odian a muerte, familias rotas, peleas de jóvenes… Y la fiesta pasa sin atender a la dura realidad.
Frente a la fiesta de la ignorancia y del olvido, la Navidad merece ser el tiempo para la reflexión, el tiempo para la compasión, el tiempo para la atención. Es una oportunidad para la observación de lo que queda por mejorar en nosotros mismos y en los demás. Es un momento para el esfuerzo solidario, para la convivencia en paz, para el cariño. Podemos sacar el niño que hay en nosotros, ese que vive la vida con naturalidad, sin prejuicios, con alegría. Y no olviden preguntarse: ¿qué navidades están aprendiendo nuestros jóvenes?
ALFONSO ALCALDE
0 comentarios:
Publicar un comentario